La fórmula histórica que equiparó al Peronismo con los Trabajadores no es solo obsoleta, sino una brutal ironía que los hechos han liquidado. Durante décadas, la ecuación Peronismo = Trabajadores fue la ley no escrita de la política argentina, nacida bajo la bandera de la justicia social y los derechos obreros. Sin embargo, al mirar el historial de sus gobiernos en el último medio siglo, la pregunta es ineludible: ¿sigue siendo el peronismo, en la práctica, el partido de la clase obrera? La evidencia es brutal: 50 años de peronismo en el poder han coincidido con un desmantelamiento constante de la base obrera, donde el electorado vota por una identidad y una memoria, y no por un partido que hace mucho dejó de representarla.
El Primer Golpe: La Traición de 1975 (El Rodrigazo)
La primera gran traición al movimiento obrero no vino de la derecha, sino del propio Peronismo en 1975, cuando priorizó el ajuste macroeconómico sobre el salario real. Este golpe inicial, conocido como el "Rodrigazo", fue impuesto por el gobierno de Isabel Perón a través de su ministro Celestino Rodrigo, ejecutando un plan de ajuste salvaje, una devaluación brutal y un congelamiento salarial con precios disparados. El resultado fue una catástrofe inmediata para los asalariados, quienes vieron cómo una devaluación del peso del 160% se confrontaba con un aumento salarial de solo el 45%, provocando una caída real del poder adquisitivo superior al 30% en un solo mes. Ante este quiebre—que cortó de tajo el pico histórico del salario real en 1974—, el movimiento obrero respondió con la primera huelga general contra un gobierno peronista en la historia, demostrando que la lealtad ciega se había terminado en el momento en que el partido atacó a su propia base en favor de la macroeconomía.
El Terremoto Neoliberal con Bandera Justicialista
Si el Rodrigazo fue una grieta, el neoliberalismo con bandera Justicialista de Carlos Menem resultó ser un cataclismo que pulverizó la base industrial y el trabajo digno. Menem llegó al poder con una retórica tradicional, pero ejecutó el ajuste neoliberal más profundo, desplegando privatizaciones masivas, una apertura importadora irrestricta y la sanción de la Ley de Flexibilización Laboral de 1998. Este combo perfecto no solo destruyó empleos masivamente, sino que hizo que la tasa de desempleo se disparara del histórico dígito a un récord del 18.3% en 1995. El trabajo en negro se convirtió en la norma, la industria nacional —el bastión obrero— fue demolida, y el partido que había creado el estado de bienestar lo desmantelaba sin escalas, cambiando de bando: de los sindicatos a los grupos económicos concentrados.
La Nueva Normalidad: La Consolidación del "Trabajador Pobre"
Tras la catástrofe menemista, el Kirchnerismo logró una recuperación económica espectacular, pero consolidó en silencio la figura del "trabajador pobre" al no revertir la informalidad estructural. A pesar de su potente discurso anti-neoliberal y la significativa recuperación del salario real (más del 50% entre 2003 y 2015), bajo la superficie se mantuvo una precarización laboral estable, con tasas de informalidad que se estabilizaron en un promedio del 33% al 35%. Es decir, el crecimiento del empleo fue en gran parte de baja calidad, sin derechos plenos, lo que consolidó un esquema donde un tercio de los trabajadores quedaba fuera de la protección del Estado. El Estado, a través de subsidios y transferencias, alivió la pobreza y compensó la falla estructural del mercado laboral, pero el Kirchnerismo, en lugar de solucionar la crisis del trabajo, se dedicó a gestionarla.
El Último Acto: La Convalidación del Capitalismo de Plataforma
La profundización de la miseria laboral llegó a su punto más alto con Alberto Fernández, quien convalidó la escalada de informalidad y el auge del precario "capitalismo de plataforma". La gestión, agravada por la pandemia, aceleró la transferencia de ingresos del trabajo al capital, mientras la inflación pulverizaba los salarios y la tasa de informalidad escalaba a niveles cercanos al 37% en 2023. La vedette de este período fue el auge del "capitalismo de plataforma" (deliveries, transporte), un esquema de "falsos autónomos" sin derechos, jubilación ni protección social, que el gobierno peronista fue incapaz de defender o regular. Lo que costó construir en años de retórica progresista —la idea de un peronismo protector— se perdió drásticamente en la práctica económica, dejando en evidencia la incapacidad de defender al asalariado formal.
Además, se profundizó el poder adquisitivo y la transferencia del capital al trabajo.
Votar un Fantasma: Identidad vs. Derechos
Hoy, millones de trabajadores siguen votando por el Peronismo no por su gestión, sino por la lealtad a un fantasma identitario que sus propios líderes se encargaron de desmantelar. La conclusión es innegable: desde el Rodrigazo hasta la precarización del delivery, el Peronismo, como fuerza de gobierno, ha sido un agente activo en la erosión constante del trabajo digno. La Gran Paradoja reside en que su éxito electoral depende de prometer la restauración de un mundo que sus propios gobiernos destruyeron, manteniendo viva la memoria de dignidad perdida y el ideal de comunidad. Así, el trabajador debe enfrentarse a una elección existencial: ¿Mantener la lealtad a un símbolo? ¿O reclamar los derechos y la estabilidad que ese mismo símbolo, en el poder, le quitó? Esa es la verdadera lucha de clases del siglo XXI.


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